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«Desde el balcón central» la columna de Quirón desde la tierra del Chinelo

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Por: Quirón

Independencia, como término, señala una condición en donde la libertad es el eje o bien, la circunstancia de un Estado que no depende ni es tributario de otro. Si pensamos en México, en el conjunto de libertades que aquí no se dan de facto aunque el poder señale que sí, que esto no es Corea del Norte; la verdad es otra: los retenes, la extorsiones a negocios, los asesinatos de activistas y periodistas, las desapariciones, las devaluaciones, señalan con claridad que no, no somos libres de expresarnos, de transitar,  ni de negociar.

Si pensamos en aquello de no rendir tributo a otro Estado, pues no, sólo que se lo rendimos a 50, a los que conforman la Unión Americana. La visita de Donald Trump, el ya proclamado Presidente de Estados Unidos por la prensa de ese país, resulta una prueba inequívoca. Hablar entonces de una república soberana también es mentir, negarnos el bien que hace la autocrítica, arrancarnos las vendas o crecer. Por eso no somos independientes. Pocas naciones lo son en términos globales porque el yugo del imperio de las barras y las estrellas no lo permite.

Desde esas premisas, no hay nada que festejar un 15 o un 16 de septiembre más allá del asueto, de la borrachera tricolor, de la comida grasosa. Nada más que la reconstrucción anual de un mito que, seamos sinceros, no le concede identidad ni a los nativos digitales. Quiero decir que por muchas banderas que desempolvemos, por muchos trajes típicos que nos pongamos, por más pozole o chiles en nogada que nos comamos, por más marichi y tequila, no somos más mexicanos.

Lo que mejor nos une últimamente es el dolor y la zozobra. Lo que nos dice quienes somos es la circunstancia terrible de la mortandad, de los secuestros, del dólar a veinte pesos, de la falta de trabajo, de las fosas, de los recortes, de las pensiones y las jubilaciones que desaparecen. Todo eso en conjunto sí nos ofrece un panorama identitario, un croquis de sangre, de abuso y de saqueo. Eso no se festeja, ¿o sí?, ¿tenemos suficiente cinismo en las venas como para seguir riéndonos de nuestro desamparo?

Pienso que  sí lo tenemos y me sumo a las tesis de Octavio Paz en su laberinto de soledades ideológicas; ya que para el mexicano todo es fiesta, papel picado de colores, brindis, comida y desmemoria. Claro que no podemos estar encadenados a la tragedia, pero es ella misma la que no se decide a abandonarnos. Sonreír frente la catástrofe ha sido siempre una gran virtud, pero reír conscientes porque ya bien lo decía Ernesto Sábato: “El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria”.

No obstante, esa actitud es precisamente la que echo de menos en las mayorías de este país, una actitud de ojos abiertos, de consciencia, de hoy vamos a beber sabiendo que esta nación está jodida, pero que mañana trataremos, otra vez, de componerla. No, lo que encuentro es el mal sueño de José Saramago, las filas de ciegos, los consumidores en Galerías, la opinión pública ebria de sus selfies, de sus reuniones caseras, de sus relaciones sentimentales supuestamente felices. Lo que encuentro es la evasión, no el grito más importante: ¡Viva la resistencia!

No, nos hacemos guajes frente a los acarreados, frente a los muros de la vergüenza que Peña y Graco hicieron crecer en las plazas dizque públicas; no decimos nada ante las decenas de granaderos que sin decir agua o agua viene, se colocan en triple fila antes de que cualquier cosa suceda. No nos irrita que estos gobernantes de octava se amarren el dedo antes de cortárselo. Nos parece natural, lo de siempre, lo que puede ocurrir, lo que pasa a cada rato y punto. No nos tomamos la molestia ni siquiera de pensar que para eso están las canciones de Juan Gabriel, para que lloremos muy gusto y nos olvidemos de la ignominia en la que estamos. Nos vale, punto.

Así, insisto, no se puede ser independientes,  lo único que se consigue es soñar con ser como los vecinos de allá arriba, los que compran y compran, comen y comen, pero no leen y leen. Así, la condición de esclavos es la única de nuestra talla, la única que nos queda, pero la de esclavos bien contentos, bien felices con sus amos. No vaya ser, por favor que no, que un día el Grito de Independencia sí se nos haga y entonces, como diría El Buki, ¿a dónde vamos a parar?.

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