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«De divos, muertes y karmas» la columna de Quirón en la tierra del Chinelo

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Supongamos que Juan Gabriel no murió, que está escondido mirando sus exequias con un asombro gigantesco. Digamos que inventó lo del infarto y esa muerte sorpresiva que nos agarró como entendiendo apenas el sonado plagio de Enrique Peña Nieto. Y es que sí, opiniones iban y venían en torno a las trampas de una citación asquerosa, de un engaño académico de octava, cuando zas, “El Divo de Juárez” se despide de este mundo. Hasta parece que le dieron comisión por morirse de manera tan oportuna, tan casual, tan a la hora de los cocolazos más intensos que recibe el Presidente de esta maltrecha república. Supongamos, por eso, que la cortina de humo más grande de este sexenio se llame la defunción de Juan Gabriel. Digo, por pura suposición, nada más por no dejar.

Lo cierto es que el reconocido y multillorado cantante falleció arrastrando con todo lo que ocurre, con todo lo que importa. No es que no sea digno de contar su deceso, no, me gustan, y mucho, las canciones de Juanga, pero reconozco que existen otros asuntos también dignos de mencionar, de repensar, de evaluar. Me refiero a la visita de Donald Trump que ha sido calificada como un disparate sin parangones, una grosería, incluso una “mentada de madre” a la ciudadanía que pagó con sus impuestos el costoso acto proselitista con que se recibió a Trump quien, con tono firme e incluso condescendiente, tuvo a bien recordarnos que nuestra frontera con Estados Unidos es un lugar donde el crimen impera y por lo tanto es un asunto que debe arreglarse y cuyo muro no pagaría nuestra gente. Sereno, seguro, se comió a EPN con sus modales de blanco millonario, cuya doble moral se convirtió en salvajada, apenas llegó a Arizona donde insistió en que el famoso muro sí lo pagaríamos los mexicanos.

Mientras aquello ocurría, las lágrimas de la opinión pública eran mares de condolencias. Un divo muerto, un personaje ilustre, un hombre con canutillo, encajes, lentejuelas, mariachi a las espaldas y entrega absoluta sobre el escenario, se convertía en trending topic. Si entrabas a un restaurante, por más barato o más caro, escuchabas a Juanga cantar. En las redes sociales sobrevino un furor por los videos donde el finado aparece interpretando sus éxitos más memorables. Intelectuales de la altura de Elena Poniatowska, Jenaro Villamil, Tovar y de Teresa, lamentaron la pérdida del artista.  Durante toda la semana no se habló de otra cosa. El poder de la muerte, como suele ocurrir, transformó a Juan Gabriel en un santo que nunca usó drogas, en un ser divino como el de sus letras, en una persona magnánima, en un hombre probo e impoluto. El poder de la muerte, hay que decirlo, alcanzó para exigir que se velara su cuerpo en Bellas Artes, para que la gente saliera a corear sus canciones, para que la idolatría se elevara por encima de lo pensado, más allá de lo que fue, por ejemplo, el deceso de Pedro Infante. El poder de la muerte, del amor eterno, de lo que está, pero no se dice en vida. Porque nos olvidamos que Alberto Aguilera Valadez trabajaba de sol a sol o, mejor dicho, de luna a luna dando un concierto tras otro. Pasamos por alto el alto nivel de estrés al que estaba sometido, su complicada relación con Hacienda, sus coqueteos infinitos con el PRI, su discurso meloso, sus últimos años en la nación de las barras y las estrellas.

El poder de una muerte que eclipsó la tolerancia cuando algunos mencionaron “que les da hueva” hablar de Juan Gabriel  o cuando dijeron que nos les agradaba su estilo, cuando la llamaron en mala hora “naco”, cuando se atrevieron a señalar, chambonamente, que su obra es simple, de bajo presupuesto intelectual, etc. Sabemos ya en lo que terminó el asunto Nicolás Alvarado, su renuncia a TV UNAM, luego de aquellas escandalosas declaraciones; sabemos que despidieron  al titular de Cultura del  Ayuntamiento de Mérida, Yucatán, Berlín Villafaña, por no subirse al tren del dolor por “El Divo de Juárez”; pero sabemos, también ahora, que más nos vale pertenecer gustosamente a un rebaño en duelo, a un rebaño con tequila o mezcal en la garganta, a un rebaño que fácilmente pierde la brújula porque si no es así, nos meteremos en problemas inicuos.

Así que prudencia, por favor,  pongamos las cosas en su sitio: sí, Juan Gabriel era y seguirá siendo un ícono de la cultura nacional, sí, su talento no se discute, pero tampoco es sensato que en nombre de una supuesta mala conducta, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación dicte recomendaciones que en una democracia, que en una república, no tienen lugar porque cada quien tiene el derecho de expresar lo que le gusta y lo que no, se diga como se diga y se trate de quien se trate, incluso de Juan Gabriel.

No nos extrañe entonces que la ley del karma se cumpla, que nos siga saliendo más caro el caldo que las albóndigas, que la opinión pública, ofendida más por cuestiones faranduleras que por lo que en verdad hace daño, siga obteniendo lo mismo, lo que se gana a pulso, a lágrima inútil: un país mafioso, superficial, de cantina muy pobre y fue un placer conocerte.

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