Más de 7.000 muertos en siete meses. Este es el balance oficial de la polémica guerra contra las drogas que puso en marcha Rodrigo Duterte en cuanto asumió la presidencia de Filipinas. Acabar con los criminales fue uno de los pilares de su candidatura, que recibió el apoyo en las urnas de la mayoría de los votantes.
Y una vez en el poder, no ha dudado en hacer cumplir lo que prometió: desde el 1 de julio, 7.042 presuntos narcotraficantes y consumidores han perdido la vida.
Según datos oficiales publicados esta semana, 2.517 personas fueron abatidas por las fuerzas de seguridad, mientras que la muerte de las 4.525 restantes es responsabilidad de «hombres armados no identificados».
Se trata de patrullas o grupos de vigilancia informales que, según denuncian varias organizaciones de defensa de derechos humanos y políticos de la oposición, actúan con el beneplácito del Gobierno para llevar a cabo ejecuciones extrajudiciales.
La policía justifica las más de 2.500 muertes atribuidas a uniformados alegando que las víctimas «se resistían al arresto y dispararon contra los agentes». El número de policías muertos durante las operaciones antidroga asciende a 35; los arrestos superan los 52.000.
«Las fuerzas de seguridad no han proporcionado pruebas de que los agentes hayan actuado en legítima defensa. Hay también acusaciones de que detrás de los asesinatos por ‘hombres armados no identificados’ están los llamados escuadrones de la muerte, formados por policías de paisano», asegura un comunicado de Human Rights Watch (HRW).
A pesar de las sospechas y denuncias de abuso de poder, la agencia policial tiene el pleno apoyo del presidente Duterte, que hasta ha otorgado recompensas a los agentes heridos durante estas operaciones.